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miércoles, marzo 07, 2007

Este fin de semana me dediqué al total relax, entrega absoluta a la vagancia y las delicias de hacer absolutamente nada, lejos de la ciudad, lejos de todos, casi casi lejos de mí misma porque ni siquiera me di a la tarea de pensar, pues ese fue un ejercicio que intencionalmente postergué hasta el día de hoy.

Durante mi estadía en el paraíso, me puse a ver televisión (nacional para más señas porque en los confines en los que me encontraba no había cable) e intentando ver una de las novelas de la noche escuché, entre devaneos oníricos, cierto diálogo entre dos de las "comadres" del culebrón en cuestión, realmente no estaba prestando atención pues estaba más dormida que despierta, pero lo cierto es que hablaban de los dolores de cabeza que una de las involucradas se había ganado gracias a cierto hijo desenfocado y fuera de carril, en medio de la conversación escuché un par de líneas que iban más o menos así:
Comadre # 1: ¿Por qué los hijos duelen tanto?
A lo que la Comadre # 2 respondió: porque se quieren tanto.

No pude menos que reaccionar: ¡¡Abrase visto semejante estupidez!! (y me disculpan que lo diga así, crudamente y sin escatimar en acidez)

Inmediatamente mi mente hizo lo suyo: ¿quiere decir que mientras más sufro, más amo o más me aman?¿entonces el amor idílico es aquél por el que derramo lágrimas de sangre?¡Qué sandez es esa! Y aplíquese el razonamiento a cualquier tipo de relación, funciona exactamente igual tratándose de amigos, compañeros de trabajo, parejas, familiares, vecinos y el largo etcétera que se nos ocurra.

El amor no tiene nada que ver con el dolor.

Por el contrario el sufrimiento es producto del apego, a veces obsesivo, que se siente por la otra persona; es consecuencia de querer ejercer control sobre la libertad de pensamiento y de acción de esa persona; es ocasionado por la frustración de no poder manipular al otro para que sea fiel reflejo de ese ser “ideal” que formamos en nuestra mente (repito, pongan la etiqueta que quieran: el hijo ideal, el padre ideal, el amigo ideal, el jefe ideal...lo que quieran, sirve). Lo que realmente causa escozor es reconocer que no somos capaces, que no sabemos o que no nos da la gana respetar la INDIVIDUALIDAD del otro.

Y es aquí donde entra en juego el verdadero amor. Realmente amamos cuando aceptamos al otro con sus peculiaridades, incluyendo virtudes y defectos, cuando reconocemos su libertad sin querer coartarla aunque piense o actúe de manera diferente a la mía, cuando no queremos cambiarlo y decidimos quedarnos con el combo tal como está, cuando no exigimos que nos quieran como queremos, cuando no pretendemos meter las narices en cada detalle de la vida del otro transformándonos en el centro su universo (por no decir, sufrir la metamorfosis de ser humano a verdadero estorbo), cuando por fin se entiende que no somos dueños del otro, que no tenemos títulos de propiedad salvo de nosotros mismos.

Eso es amor.

En ese sentido considero que el amor es una decisión. Sí, una decisión tomada de manera deliberada y completamente voluntaria en el momento en el que tengo frente a mí a un ser humano que es libre de hacer lo que quiera (incluso dejarme o no quererme), que puede pensar lo que le provoque y en función de sus criterios puede hasta llevarme la contraria, que no tiene obligación de complacer absolutamente a nadie (menos a mí) y que puede llevar su vida como bien le venga en gana; en ese momento, en el que se pinta ese panorama que para muchos puede ser intimidante, justo allí en ese instante puedo decidir ver en esa persona todo lo que tiene en sí misma de estupenda, de hermosa, de amable, de “querible”, en ese micro segundo soy capaz de decir: ¡¡Qué ser humano tan maravilloso!!...y simplemente elegir amarlo.

Después de escuchar el breve diálogo novelesco (pero no por breve en el tiempo, breve en necedad), y después de confirmarme a mí misma el por qué no veo novelas, simplemente regresé a los brazos de Morfeo y me interné en el mundo de sueños que mimosamente tenía reservado para mí.

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